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POESÍA

Nómadas 

​2º Premio de Poesía en el Certamen Internacional de Poesía Yolanda Sáenz de Tejada, 2011

Porque alguna vez quisimos

                            -creímos- estar en Ítaca,

recorrer sus calles,

subir sus pendientes,

oler su lluvia, sus tardes,

sus veraniegas

noches colgándonos collares

de casualidades y de suertes

 

porque con los brazos abiertos

nos recibieron aquellos parientes,                                

aquellos amigos de paseos, de risas y de juegos,

por todo eso, somos

                            -fuimos- nómadas,

rastreadores del regreso imposible,

 

porque envejecieron sus calles, sus casas,

porque aparecieron otros bares, otras plazas,

porque los abuelos murieron y sus historias con ellos,

porque los amigos crecieron, engordaron y se agriaron

                            -y nosotros, por supuesto-.

 

Sin embargo, y contra todo pronóstico,                        

de vez en cuando aparece un atajo,

un sendero virgen hacia Ítaca:

 

cierto olor a tierra mojada,

algunas expresiones cogidas al vuelo,

las plácidas sobremesas,

esas estrellas de agosto o de septiembre,

las mañanas blancas, las tardes achicharradas,

los grillos, los pinares, el mar en una mirada…

 

Tras esa alucinación la enredadera del recuerdo

se nos sube por la pantorrilla.                        

Y continuamos caminando

como si nada,

como si todo

acto fuera un dique abierto,

una presa anegando los muertos

de la memoria y de los sueños.

Extraños

2º Premio de Poesía en el Certamen de Poesía Nacional Guadiana, 2013

Nadie nos conoce y a nadie conocemos.

Ni a nuestros padres, ni a nuestra pareja,

ni a los hijos, ni a los amigos que dicen serlo.

 

A veces, nos cuentan que hicimos

o dijimos algo (¿qué, cuándo?),

como si otro nos hubiera suplantado.

Y ese otro que éramos y que no éramos nosotros sembró

la discordia, señaló con el dedo

y de un tsunami de destrucción brotó el silencio.

O nos cuentan que hicimos

o dijimos algo, algo amable, algo bueno

que viró el rumbo de los acontecimientos.

No, en verdad, no nos conocemos.

 

Tampoco a nuestros padres,

porque ¿qué fue de sus anhelos,

esos que solían esconder

bajo los párpados, entre los dedos,

y que de vez en cuando se les escapaban,    

transformándose en gritos, en secretos,

en el llanto que acallaba

la almohada, la olla a presión, la cisterna,

la soledad de la noche y su decreto?

 

Por no saber, no sabemos cómo es esa persona

con la que compartimos la vida, el amor, las cuentas

de casa, los armarios y los cigarrillos,

ni en qué momento rompimos

algo y ella lo recogió uniéndolo con celo,

juntándolo pieza a pieza, con precisión de relojero.

Su propia alma, rota y pegada mil veces, con mil tiritas,

miles de cicatrices cerradas deprisa y corriendo,

apagando luces, llevando vasos de agua

a la cama, dando a los niños un beso

de buenas noches, venga, duérmete ya, mi cielo.

 

También ellos, unos extraños.

Cuando están fuera de nuestra muralla,

en otras lindes, en otras montañas,

¿cómo se mueven nuestros hijos,

qué explican, cómo miran la vida siendo libres,

sintiéndose globos de gas, o águilas o delfines?

No, no los conocemos.

 

Ni siquiera a los amigos

que dicen serlo pero que esconden envidias

incendiarias que arrasan palabras, oídos y corazones ajenos

-el nuestro. Nuestro

Corazoncito de hielo,

licuado, deshecho-.

 

Nadie conoce a nadie.

No sabemos nada.


No queremos saberlo.

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